Hoy abordaremos nuevamente la temática del
simbolismo que empezamos hace unos días (podéis ver el post anterior aquí), y
en este caso recurriremos al simbolismo profano de la mano de un pintor que me
gusta mucho: Julio Romero de Torres.
A finales del XIX
y principios del XX Córdoba, rodando por la cuesta abajo, sufre, además de un
drástico analfabetismo que en la mujeres alcanza el 80%, la doliente hipocresía
de unos reencarnados fariseos que la condicionan, que la configuran con sus cerradas
costumbres, lo que no obsta para que el joven pintor, vocacional como un
misionero, capte no sólo las luces y las formas y los ambientes que lo rodean
sino las circunstancias sociales en medio de las que transcurre, mientras va
desarrollando, compatiblemente, un amor crítico, perdurable, muy semejante al
de los intelectuales de la época, que lo inclina en los momentos culminantes de
su quehacer, por un simbolismo con tonalidades críticas, muy necesario para el
que entiende, que la pintura es, además de un hecho plástico, un vehículo para
esparcir o cristalizar ideas.
Un simbolismo que
servirá para enaltecerlo, en donde encontramos, mejor que en la topiquísima
mujer morena, su singularidad estricta; un simbolismo, eso sí, donde la mujer,
concretada en varios arquetipos, se convierte en protagonista casi exclusiva de
su extensa obra, mientras la ciudad natal se transforma en paisaje recurrente,
percibida, desde la idealización del recuerdo, en su quietud monumental que, en
cierto modo, prefigura la Córdoba “lejana y sola” del poeta Federico García
Lorca y la Córdoba del silencio sólido, táctil, captado por Eugenio d’Ors
cuando la visitó en 1924: “para silencio
la noche de Córdoba. Es un silencio de maravillosa calidad. Se diría tangible.
Y denso, compacto, sólido. Cae pesadamente este silencio nocturno sobre las
angostas callejas, las plazas vacías. Aquí gravita, se hunde, y entre las
paredes se moldea como un flan. Puede cortarse el silencio de Córdoba. De él
pueden rebanarse tajadas”.
Hablaremos de Julio Romero de Torres. Era
un artista maldito. Es uno de los mayores pintores simbolistas europeos, y los
símbolos que utiliza son muy representativos de su obra, con una lectura
iconológica muy profunda. Se le tenía, hasta los años ’50, como un pintor de
cromos, vulgar; afortunadamente las cosas se han colocado en su sitio. Nació en
1874 y muere en 1930; no cabe duda que reconocen en su obra unos valores
formales y de contenido extraordinarios.
Probablemente el elemento simbólico más
importante sea la mujer andaluza y cordobesa.
Su obra se raciona con los movimientos
contemporáneos suyos más singulares, incluso con la pintura metafísica, por
detrás de la apariencia, que le da profundidad iconológica.
Encontramos obras suyas en el museo
dedicado a él en Córdoba, y también en Madrid.
“La
musa gitana”
Misticismo andaluz, juego erótico entre lo
sagrado y lo profano, lo humano y lo divino, y además, como el Eros y el
Tánatos: dos caras de la misma moneda.
Vemos una joven jovencísima, iluminada en
primer plano (tradición pictórica del renacimiento, como Tiziano). Ella es el
motivo, lo carnal, lo sensual… pero detrás en la sombra, hay una referencia, el
cantaor con la guitarra, en la
penumbra. Al fondo vemos Córdoba como referencia ineludible como pintor de la
tierra.
Perfecto desnudo
femenino en el que se advierten inequívocas reminiscencias de la Olimpia de Manet, posiblemente, el
desnudo que más escándalo ha producido en la historia de la pintura. Olimpia es
una mujer cualquiera, grácil, sin complejos ni remordimientos que, recostada en
el diván y cubriéndose el pubis con la mano derecha mira fija y olímpicamente
al espectador, mostrándose muy dueña de sí misma, de sus decisiones sexuales
que no le producen el menor complejo de culpa; antes bien, parece recriminar
con la insistente mirada a las “gentes de orden” que la contemplan haciendo
gestos de reprobación. Trasunto de Olimpia
es La musa gitana. Cambia la postura,
incluso se acentúa el naturalismo, pero las miradas de la francesa y la
andaluza dirigidas a los contemplantes, son equivalentes, reflejo de una
actitud sin culpa ni complejos que también se encuentra en Venus y Psique de la
escuela de Fontainebleu o en las majas (vestida y desnuda) de Goya; pero éstos
eran desnudos privados, cuadros que nunca se exhibían en público, que inclusive
se desconocía su existencia.
Además de la
intencionalidad de la mirada, la Olimpia gitana del cordobés descansa,
igualmente, sobre un lecho de almohadones y edredones blancos, en primer
término, que contrastan con la oscuridad del fondo; luce casi idéntica
gargantilla; en penumbra, aparece un guitarrista desvaído, ofreciendo sus
acordes a la gitana: músico que reemplaza, pero ocupando el mismo lugar en el
lienzo, a la negra que entrega a Olimpia un ramo de rosas desbordadas que son
la alegoría del gozo sensual; incluso la atmósfera orientalizante que envuelve,
oliendo a rosas de Alejandría, a la Olimpia parisina, se repite con clima
andaluz y aromas de invisibles jazmines y damas de noche en la cetrina Olimpia
del Guadalquivir.
Pueden admitirse
las concomitancias entre la Olimpia de Manet y La Musa Gitana de Julio: la
mirada sostenida con descaro, los bancos almohadones del primer término, las
figuras en penumbra, el fondo oscuro, las gargantillas… e incluso la extracción
social de las protagonistas.
“La
Consagración de la Copla” (1912)
Considerado el
mejor de su obra y la culminación de su personal prerrafaelismo. Aunque la
acción central del lienzo es la colocación de una corona de laurel en las
sienes de la copla encarnada, por su nombre –“consagración”-; por los
religiosos de hinojos que contemplan la escena; por el trono barroco que es
para Julio Romero el símbolo de la sacralidad de la persona que lo ocupa; por
tratarse de un trasunto, laicamente modificado, de la Virgen de los Plateros de Valdés Leal… pensamos que se trata de una
versión, cuando menos irrespetuosa, del sacramento de la orden sacerdotal, de
la liturgia de la imposición de manos, rito esencial, según la constituciones
eclesiásticas (Constitución Apostólica Sacramentum Ordinis de Pío XII), junto
con la plegaria consecratoria, de dicho sacramento que imparten los obispos.
Sólo que aquí el Ordinario eclesiástico está reemplazado por la Virgen María.
Es ella quien, al mismo tiempo que coloca el laurel pagano, impone sus manos
sobre ora mujer con guitarra, símbolo indudable de la copla, que, ceñida por
sedas que configuran su cuerpo con agradable minuciosidad, remeda el recibo de
la consagración sacerdotal en actitud de recogida reverencia. Lo más
inverosímil no es que la Virgen efectúe la consagración, sino que aparezca, aun
luciendo mantilla de blonda, con un
escote tan amplio que deja al descubierto la espalda y la divina pechera.
Podría argüirse que se trata de una sacerdotisa u “obispa”, pero tal
interpretación creemos que debe ser descartada, porque, como bien es sabido, en
la religión católica la mujer está imposibilitada para ejercer tales funciones.
No cabe duda de que es la Virgen, pues sino, ¿por qué se arrodillarían la monja
y el prelado?. Vemos también al torero Machaquito, vestido de luces, y en
segundo plano, el pintor que se autorretrata; todos asisten de pie a la inusual
liturgia. Al fondo –el paisaje más poblado de todos sus cuadros-, una procesión
penitencial, un grupo de caballistas, solitarias mujeres en actitud de
aguardar, una pareja galante, mujeres implorantes, y, al menos, siete clérigos
con traje talar: una síntesis sociológica de la ciudad donde tiene lugar la
consagración de la copla, madre y compendio del folklore andaluz más
significativo e irradiante.
“Poema
a Córdoba”
San Rafael es exaltado tanto por el amor
sagrado como por el amor profano. El amor profano exalta la religiosidad sin
practicarlo.
“Las
alegrías” (1907)
Es un escenario claroscuro, pues las
alegrías son producto del alma, de Andalucía.
“Cante
Hondo”
Hay una serie de símbolos. La joven del
fondo nos recuera a su obra “¡Mira qué bonita era! Hay detalles muy
significativos, el desnudo profano con una mantilla de blonda, unos detalles
muy ambivalentes.
“El
arcángel San Rafael”
Se rinde culto a San Rafael, una figura
andrógina, el pintor no ha querido decantarse. Se le rinde culto sobre el
altar, encontrando a sus pies al amor sagrado y al amor profano.
“La
muerte de Santa Inés” (1920)
Sobre la losa de piedra yace el cuerpo de
la santa envuelto en un sudario. En cada extremo hay un ángel: uno le sostiene
la cabeza y pide silencio mediante su gesto, y el otro le sujeta los pies,
lanzando con su mano un rayo de luz. En la parte superior del altar se ven dos
fragmentos de la vida y martirio de la santa. Pero varios detalles sacan el
cuadro del ámbito de la religión católica y lo llevan a la temática ocultista.
Como en diversas obras simbolistas, no se sabe a ciencia cierta si el personaje
está dormido o muerto, pues el sueño es el hermano de la muerte. Su composición
recuerda a la famosa obra de Hodler El
Sueño. El gesto del ángel indicando silencio aparece en la iconografía
simbolista aludiendo al dios egipcio Harpócrates. El silencio era para ellos
preludio de la revelación. Según Schopenhauer, la exploración mística de sí
mismo se lograba al entrar en un estado entre el sueño y la muerte, en el
trance y el abandono de la conciencia. Así, la santa representa el espacio de
la introspección, la indiferencia hacia el mundo y la búsqueda de infinito. El
gesto de uno de los ángeles expresa la negación silenciosa del mundo exterior,
y el gesto vivificador del otro significa la búsqueda de una experiencia más
trascendente que la vida.
“La
ofrenda al arte del toreo” (1929)
No hace falta colocar a un hombre vestido
con el traje de luces o a ningún número, para entender el sentido erótico del
toreo: el Eros y el Tánatos. Ella está muy seria, parece triste; puede haber
referencias con el gran matador de toros cordobés, que sufrió la envestida de
un toro. La verdad desnuda de que el torero se tiene que enfrentar, y la
muerte, al fondo, representada con una cruz. La simbología no puede estar más
presente.
“Cartel
para la Casa Cruzconde de Montilla”
Se trata de unos caldos de Cruzconde de
Montilla, pero no son caldos catalanes, sino andaluces, representados a través
de ella, con la guitarra. Al fondo, el puente romano de Córdoba.
Manme Romero.
Fuentes
consultadas:
- CALVO SERRALLER,
Francisco: “La hora de iluminar
lo negro: vientos sobre Julio Romero de Torres”
- CASAÑO SALIDO,
Carmelo: “El
simbolismo crítico de Julio Romero de Torres: una interpretación sociológica, razonable e
innovadora, del más destacado simbolista de la
pintura española”
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